martes, 17 de marzo de 2020

ESPANTA...

La historia que voy a contaros me sucedió hace muchos, muchos años; cuando aún creía en los monstruos. Me refiero a los monstruos de los libros que leía por la noche a escondidas de mi padre.


Pero no me malinterpretéis, no es que haya dejado de creer, todavía lo hago. Solo que ahora sé que esa mierda que dicen de que la realidad supera a la ficción es cierta, como la vida misma; pero no vengo a hablar de eso. Vengo a contaros la historia de unos monstruos horribles, y la de uno en especial, el monstruo más temible que he conocido; un auténtico demonio.

Ahí estaba yo. Con solo dieciocho años, ayudando a cosechar el huerto de mi padre. Desde el principio supe que estudiar no era lo mío. Pero nadie me contó entonces que el mundo laboral sería tan difícil.Hoy en día no ofrecen muchos puestos para alguien que no se sacó el graduado. Los hay, pero no es ningún secreto que la mierda que me pagan no me da para vivir de forma holgada. Con una familia a cuestas, el verdadero reto consiste en llegar a fin de mes. Claro que mi currículum no es que ayude. Cuando uno tiene antecedentes penales por nada más y nada menos que el asesinato de su propio padre, la gente se espanta.

¿Yo? Por mi parte, no les guardo rencor. El miedo es la reacción más natural que existe. Lo sé, porque lo he sentido. De hecho, mi cuerpo aun tiembla cuando pienso en aquellos días.

Como iba diciendo solo tenía dieciocho años cuando vivíamos en una humilde casita en el campo. Con lo que sacábamos del huerto nos daba para vivir, y había alimento de sobra para abastecernos a nosotros mismos.

Rara vez teníamos que acudir al pueblo, por lo que mi único amigo era un niño muy pequeño que vivía en el campo de enfrente. Solía llamarlo Hormiga, aunque su nombre era Daniel… El pobre Daniel.

No sé qué me ponía más nervioso, si las historias que me contaba acerca de su pequeño huerto o el lugar en sí.

Su pequeño huerto estaba custodiado por un espantapájaros que me hacía pensar en nada más y nada menos que en la muerte —o más de uno, no recuerdo bien cuántos serían—, pero había uno especialmente lúgubre. Podía verlo desde la entrada de mi humilde hogar. Quieto, inerte, medio colgado de una cruz que el padre de mi amigo habría cavado en el suelo. Estaba demasiado lejos como para describirlo con precisión, pero había algo que aun desde lejos podía apreciarse con claridad. Pelo. Un abundante pelo negro que le colgaba de la cabeza hasta el suelo.


Hormiga siempre me contaba que aquella cosa le producía escalofríos. Que algunas noches, le parecía verlo abandonar su posición de oscuro guardián de la cosecha, y caminar trazando pequeños círculos en torno a la cruz que era su prisión. Pero después me decía que no le hiciese caso.

—En verdad es imposible, colega. Porque por la mañana el bicho ese está amarrado a la cruz, como siempre. No va a amarrarse solo, ¿no?

Pero yo, a pesar de que Hormiga me intentase convencer de que era imposible, sentía una curiosidad desmesurada por aquel espantapájaros. En general, diría que sentía curiosidad por cualquier historia ensombrecida con un poco de tinieblas.

Así, una noche, cuando una parte de nuestra cosecha comenzó a desaparecer, y mi padre me pidió que vigilase el huerto los miércoles por la noche sentí miedo, pero, sobre todo, sentí emoción.

Por supuesto mi padre pensó que algún pájaro se había estado comiendo el grano y que yo estaría fuera de peligro, pero a mí me emocionaba la idea de compartir una noche de guardia con mi tenebroso vecino el espantapájaros. Se trataba de una especie de oscura curiosidad por comprobar la veracidad de las historias del pequeño Hormiga.

Acepté de buena gana. Hoy me da por recordar ese momento con admiración hacia mi antigua valentía. Me resulta irónico verme de niño, tomando con una sonrisa de satisfacción la que sería una de las peores decisiones de toda mi vida. Pero claro, ¿cómo iba a saberlo entonces?

La primera noche la pasé observando tímidamente la negra cabellera de esa cosa. A veces el viento la hacía cobrar vida, pero no era más que un suave mecer del pelo de aquella sombra medio colgada.

Como era de esperar… no pasó nada.

Un día —el que precedió a mi última noche de guardia— fui con Hormiga a activar el sistema de riego automático. Sus padres no estaban en casa, y era tarea suya encender los aspersores para dar a los cultivos el agua necesaria. Mi amigo me contó que, aquella noche, un sonido le había arrancado de su sueño.

—Un golpe seco colega. Un “boom”, pero muy fuerte. Claro, yo me asusté. Me quedé en la cama con los ojos abiertos, pero entonces escuché muchos golpes como el primero. Venían de fuera tío, y no me pude aguantar. Me asomé a la ventana para ver qué era y vi a mi padre pegando golpes con un bate de hierro que tiene en el granero. Al principio no sabía a qué, porque estaba oscuro. Pero luego me di cuenta de que estaba clavando una cruz de esas que tiene para colgar los espantapájaros. Ya me quedé tranquilo y me fui a dormir, pero no veas colega —dijo riéndose— al principio estaba acojonado.

Después de que mi amigo me contase la historia volvimos a la tarea principal: abrimos la válvula y encendimos los aspersores. Bueno, yo la abrí, porque estaba durísima, y Hormiga, el pobre, no podía abrirla solo.

Después de eso nos sentamos a charlar un buen rato en un pozo que había por allí cerca. Entonces llegó la pregunta:

—Colega, ¿quieres verlo?

Asentí. Tenía muchas ganas de verlo de cerca. No sabía por qué me llamaba tanto la atención; supongo que intuía que aquella cosa no era un solo un triste espantapájaros. Aunque, si he de ser sincero, el entusiasmo iba desapareciendo a cada paso que daba.

—Bueno —dijo Hormiga—, aquí tienes a tu amigo.

Así, de cerca, el ser no se comparaba a la sombra que observaba por las noches mientras cuidaba del huerto. Estaba colgado en la misma posición, con la negra cabellera cubriendo su rostro. Era tan larga que casi rozaba la tierra.

Sin embargo, había en él algo diferente; su silueta siempre me había parecido mucho más corpulenta en la lejanía. En cambio, ahora, lo único que parecía tener forma era la cabeza. El resto no era más que una túnica raída.

Observé que el torso parecía estar relleno de algo que le daba cierto volumen. Las mangas en cambio apuntaban a la tierra en la misma dirección que el tétrico cabello. Suspendidas. Hasta que un vientecillo travieso se levantaba y las mecía en una sola dirección.

Cuando la tela intentaba volver a su posición de suspensión, el viento, juguetón, la empujaba de nuevo. Entonces, la tela volvía a subir, se doblaba por el extremo, luego se estiraba, y se volvía a doblar. La tela se retorcía dibujando figuras fantasmales en el aire, mientras el forraje se arrastraba por el suelo originando una melodía carrasposa.

Me acerqué un poco a tocar la cabeza de esa cosa, que parecía pesar más que todo el cuerpo.

— ¿Qué haces colega?

— ¿Nunca lo has tocado? —pregunté a mi amigo.

—Ni loco.

Yo seguí acercándome lentamente, pero cuando estuve a punto de tocarlo nos sorprendió un sonido metálico. Como si varias barras de hierro cayeran al suelo, chocando con la superficie, y las unas contra las otras.

Miré a mi amigo sorprendido. Me devolvió la mirada con los ojos desencajados y la boca medio abierta.

—Ha sido en el granero —me dijo.

Nos acercamos a paso ligero. Pero lo admito, estaba un poco asustado. Hormiga también lo estaba. Lo sé porque caminábamos más despacio cuanto más cerca estábamos del granero. Aunque ahora que lo recuerdo sé que aquel miedo que sentía no era nada comparado con el que iba a experimentar un poco más adelante. Pero aquello fue el principio, y todo principio de una historia es importante.

Si en aquel momento hubiese salido cagando leches de aquel lugar, tal vez el pequeño Daniel seguiría vivo. Tal vez, si no hubiésemos ido al granero ese monstruo no se habría fijado en mi amigo. Pero como no puedo cambiar el pasado, lo único que me queda es relatar los siguientes sucesos tal y como ocurrieron.

Como ya he mencionado tenía ganas de salir corriendo, pero no lo hice. Yo, que por aquel entonces debía rozar el metro ochenta, caminé escondido detrás del pequeño Hormiga —que no llegaba al metro cincuenta— hasta el granero.

No abrimos la puerta, tampoco éramos tan valientes; o sí, pero está claro que no éramos tan gilipollas. Solo un tonto hubiese entrado en aquel lugar después de oír lo que nosotros oímos. Un sonido gutural. Había alguien, o algo, detrás la puerta. Ni siquiera articulaba palabras, pero oímos cómo se arrastraba. Así como su voz. También parecía arrastrarse en su garganta, que emitía un largo “Gaahhgg”.

—Daniel —le dije por primera y última vez—, vámonos de aquí.

Lo que no imaginábamos ni Daniel, ni yo, era que el primer golpe vendría desde otro sitio.

El padre de Hormiga estaba allí. Había dejado su coche aparcado junto al granero. Aún no me lo explico. ¿Cómo es posible que ninguno de los dos notásemos el sonido del motor del vehículo? ¡Con lo feo que sonaba! Yo creía de hecho que, en cualquier momento, el cacharro iba a explotar y se iba a llevar por delante al que estuviese dentro.

El caso es que no lo oímos venir, por el miedo que sentíamos o por lo que fuera. Cuando nos dimos cuenta, el padre de Hormiga se abalanzó sobre su hijo y le pegó tal puñetazo que lo mandó derecho al suelo. Mi amigo levantó la cabeza, extrañado, con el moflete rojo como un tomate y una cara que no daba crédito al ardor de su mejilla. El pobre no entendía lo que acababa de pasar. Los ojos de su padre me fulminaban.

— ¿Qué hacéis aquí? ¡Fuera!

Se acercó a mí, y por un momento pensé que me mataría, o como mínimo me mandaría al suelo de un puñetazo, como al pobre Hormiga. Pero se detuvo de repente. Apretó los puños y se volvió a buscar a su hijo. De espaldas a mí cogió a mi amigo y se lo echó al hombro. Entonces, con una voz mucho más sosegada dijo:

—Fuera.

Y me fui. El hijo de puta no tuvo ni que volverse a mirarme para hacerme salir de allí por patas. Pasé junto al coche y vi a la madre de Hormiga sentada en el asiento del copiloto, mirando hacia la entrada del granero, embobada.

Antes de salir a la carretera, todavía dentro del campo de mi añorado amigo, me giré. Quería ver por dónde iba el padre de Hormiga con él a cuestas. Supongo que ya habían entrado en casa, porque no pude verlos, a ninguno de los dos.

Se llevó a amigo; y yo no entendía por qué. En verdad —como decía el pobre—, ¡no entendía una mierda! Solo sabía que en aquel granero había algo que emitía los sonidos guturales de un zombi, algo de lo que seguramente el padre de Hormiga quería protegerlo. Pero el hijo de puta se lo había llevado, lejos de mí. Y yo sin saber… sin saber que… que sería… para siempre.

Por la noche saqué una silla y la puse enfrente de mí cancela. Desde allí sentado veía al espantapájaros; ¡jurado! Estaba más delgao’, menos corpulento.

Sobre las tres de la madrugada la luz del cuarto de mi amigo se encendió. Yo sabía que él no podía verme, pero aun así dejé la escopeta de caza de mi padre en el suelo y moví mis brazos, trazando amplios semicírculos. Creo que hasta dije en voz baja: “hola Hormiga” —JA, JA, JA—. Lo más seguro es que Hormiga ya estuviese muerto en ese momento.

La luz de su cuarto se apagó de repente y volví a encontrarme completamente solo. A cien metros de ese ser inerte, cuya cabeza colgaba de la túnica raída, esperando para caerse. Lo que pasó entonces parece sacado de una película de terror, pero ruego que me creáis.

En un abrir y cerrar de ojos, la oscuridad de la peor noche de toda mi vida se apoderó del campo.

Como decirlo… en ese momento, TODO se detuvo. El tiempo se congeló para mí. El viento dejó de soplar y la luna se escondió detrás de una nube. Mi corazón palpitaba acelerado y retumbaba en mi cabeza. Qué horrible sensación. Mi piel se erizó. Tenía la carne de gallina y el bello de punta. Se me escapaba el aire en forma de vapor por la boca y los orificios nasales. Hacía frío. Todo estaba… oscuro. El mundo parecía haberse quedado sin cuerda.

Entonces, sin prisa, alguna entidad divina volvió a activar el mecanismo. El ulular del viento volvió, junto al carraspeo de las hojas secas que se arrastraban por el suelo. El cielo se abrió y la luna abandonó su escondite. Una luz blanquecina iluminó todo delante de mí y, ¡joder! Ahí estaba el maldito espantapájaros, con la cabeza colgando, ¡esa maldita cabeza! Cubierta de aquel cabello negro que se movía como si se tratase de serpientes enviadas por el demonio para asesinarme. Ciertamente diría que el demonio se encontraba cerca.

— ¡AH!

El graznido de un pajarraco negro que sobrevolaba mi cabeza me arrancó un grito de espanto. Agarré la escopeta pensando que había encontrado al ladrón de mi cosecha de grano y seguí su trayectoria con la punta del arma. ¡Ay de mí! El pájaro de las tinieblas había encontrado un mejor alimento con el que saciar su apetito. Se posó sobre el monstruo inerte que vigilaba la cosecha de mi amigo. Lejos de estar asustado, ladeaba su cabeza examinando a su presa y, acto seguido, inició su banquete solitario. Picoteaba sin cesar en el cuello del espantapájaros, ¿no es irónico?

Aquella imagen volvió a erizarme la piel. Sentí como, una vez más, el mundo se quedaba sin cuerda. El cabello negro iba perdiendo su movimiento fantasmal hasta pararse por completo. Entonces observé con atención aquella cosa colgada y me pareció que estaba más muerta que nunca. Hasta que…

No sé qué pasó antes, o no quiero saberlo. La cosa es que el pájaro abrió sus alas y graznó desesperado, casi al mismo tiempo que oí el “clonc” de un golpe contra el suelo. Deseé tener alas para salir volando de aquel lugar como él lo hizo, pero tuve que conformarme con apretar la escopeta entre mis brazos. Busqué desde mi silla la cabeza del espantapájaros por todas partes, pero… ¡no estaba!
Ya lo he dicho, sin embargo, lo repetiré una vez más. No sé qué sucedió antes.

Supongo que en el silencio de la noche cualquier sonido se intensifica. Esa es mi explicación. Lejos de mí, lejos del cuervo y lejos del espantapájaros, dentro del granero, escuche un estruendo metálico que destrozó el silencio sepulcral de aquella noche manchada de sangre.

Si eso me sucediese ahora me cagaría en los pantalones. Pero por aquel entonces era un poco más gilipollas de lo que quise admitir antes, ¡y bastante más ágil!

Salí corriendo con la escopeta en las manos. Para mi desgracia no corrí para resguardarme en la seguridad que me brindaba mi antiguo hogar, corrí en dirección al campo del pequeño Hormiga. Me salté la verja en un instante y me dirigí al lugar que tenía más cerca, el que había estado observando durante toda la noche.

Me moví deprisa hasta alcanzar el sitio en el que mi compañero de guardia se encontraba atado. Esta vez, cuando alcancé mi objetivo, no me cupo la menor duda. Aquella no era la misma figura que vi por la tarde. ¡No tenía la misma corpulencia! Eso era solo una túnica colgada, pero ni siquiera estaba rellena con nada, no tenía más cuerpo que el de la propia ropa.

Me acerqué para tocarla, pero entonces mis pies toparon con algo que yacía en el suelo. Seguro que podéis imaginar lo que era.
Sentí como la cosa rodaba, y no pude evitar mirarla. Enfrente de mí, en el suelo, se encontraba la cabeza del espantapájaros. ¡No preguntéis por qué quise cogerla con mis propias manos! Se encontraba boca abajo. Posé una mano en la parte superior y la otra en el lugar opuesto, en el cuello. El tacto que sentí en esta última me disuadió al instante.

Retiré la mano bruscamente. Sentí ASCO. Tenía una sustancia pegajosa en la mano.

Aquella noche cometí muchos errores, pero uno de los más grandes fue sin duda no marcharme de allí al instante —JA, JA, JA—. Tiene gracia. Estuve a punto de hacerlo, pero entonces recordé por qué acababa de allanar la propiedad de mi único amigo y salí corriendo; no en dirección a mi casa, sino rumbo al granero.
Corrí, atravesando un camino sembrado de plantas altas de maíz. Me pareció que allí podría ocultarme en caso de que el padre de mi amigo hubiese oído el ruido y quisiera echarme de allí a puñetazos limpios.

Estaba loco, lo reconozco. No veía nada, pero seguía corriendo, apartando las hojas que se cruzaban en mi camino. Otras me golpeaban en la cara. Era imposible ver a dónde iba y terminé chocando con algo. El porrazo fue tan duró que perdí el equilibrio. Tuve que soltar mi escopeta para no partirme la boca contra la tierra. A cambio me raspé los antebrazos.

Seguramente en ese instante tendría el mismo rostro desconcertado que se le quedó a mi amigo cuando su padre le echó el pómulo abajo. Me reincorporé en cuanto pude, con el corazón acelerado y entonces… fui yo el que se detuvo.

La sombra negra que se erguía ante mí tenía el cabello largo y negro, más negro que el cielo nocturno. Se mecía como las serpientes que yo sabía que enviaba el demonio.

A continuación, corrí a por mi escopeta. La alcancé en escasos segundos que me parecieron una eternidad. Cuando la tuve entre mis manos me giré, dirigiendo el cañón hacia esa cosa. Ahí, tuve tiempo suficiente para darme cuenta de lo que acababa de suceder. Sentí las piernas arder, pero el calor se fue muy rápido, convirtiéndose en un frío húmedo. Me había meado encima.

Lo que había frente a mí era un espantapájaros, pero no era el mismo que me había estado quitando el sueño. Se trataba de otro de los muchos que el padre de mi amigo había colocado a lo largo y ancho de su parcela. El ser no se movía ni un centímetro. Estaba bien atado a una cruz hecha con barras metálicas.

A diferencia del otro espantapájaros, este no tenía el pelo cubriendo su rostro. Pude ver numerosos cortes que le cruzaban la cara de un lado a otro. Podía oler la muerte en aquella cosa. Desprendía un olor a podrido que casi me hizo vomitar. Era tan real, tan… humano, que hasta podía ver sus pies colgando por debajo del vestido. Parecía una mujer, una mujer de verdad.

Después de observarlo durante un rato proseguí mi camino, más asustado que al principio. Debido al miedo que sentía, extremé la precaución el resto del camino. Finalmente, alcancé el granero.

Me posicioné justo detrás de la puerta. De hecho, pegué mi oído para ver si podía oír algo. Nada. Sin embargo, yo estaba totalmente seguro de lo que había escuchado antes. Esta vez no podía echarme atrás. Posé mis manos en el cerrojo y lo descorrí intentando hacer el menor ruido posible. Después posé ambas manos sobre la puerta y empujé con todas mis fuerzas. Tardé varios segundos en adaptarme a la oscuridad, pero logré hacerlo. Desearía que no hubiese sucedido, pero tuvo que suceder. Dentro de aquel lugar, descubrí nada más y nada menos que el infierno.

Cruces, cruces por todas partes, echas con barras de metal, apoyadas en la pared, tiradas en el suelo, unas sobre otras… Y una cruz, en especial una, en el centro de aquel maldito lugar. Estaba clavada en el suelo, erguida. Y atada a ella —pero no colgada— había una mujer que me miraba con los ojos desorbitados. Entendí muchas cosas en el momento en el que la chica intento alzar su voz, pero todo lo que salió de su boca, que estaba bloqueada por un trapo, fue un áspero: “gaahhgg”.

Corrí hasta ella, todavía con ciertas dudas que apenas me importaban en ese momento. Desaté sus manos y de esa manera quedó completamente libre. Luego me di prisa en liberar su boca. Era tan guapa…

Tenía el pelo alborotado, la cara magullada, y la ropa completamente raída. Llevaba un vestido que la cubría hasta un poco más arriba de las rodillas, por lo que pude ver una serie de magulladuras y moratones en la parte inferior de sus piernas, así como en el brazo que tenía al descubierto. Tenía la marca del trapo alrededor de su boca. Y a pesar de todo, sus ojos llorosos me seguían pareciendo hermosos.

—Rápido —le dije—. Te sacaré de aquí.

Con esa idea me coloqué a su lado, tomé su brazo izquierdo y lo pasé por encima de mi hombro. Después de tenerla bien sujeta, salí de allí al paso más rápido al que ella podía caminar.

Fuera, cerca del granero, seguía aparcado el coche del padre de mi amigo. Lo miré disimuladamente mientras pasábamos de largo. En ese momento me di cuenta de algo que disipó al instante todas las dudas que pudiesen quedarme. En el asiento del copiloto, con la mirada posada en el lugar del que venía, se encontraba la madre de mi amigo; muerta, o eso di por hecho, pero no pude pararme a comprobarlo. Tenía que sacar de allí a la pobre chica malherida.

Volví por el camino principal, que llevaba directo hasta la verja. Por suerte no tuvimos ningún problema para alcanzarla. El problema vino justo después.

El maizal cobró vida. En su interior las plantas comenzaron a quebrarse por el paso descuidado de algo. No sabía lo que era, pero se dirigía hacia nosotros sin preocuparse por el sigilo. La chica se abrazó a mí con firmeza y enterró su cara en mi pecho. Lo que yo hice fue apuntar mi escopeta hacia el maizal. Entonces, dos grandes ojos fijos, inyectados en sangre, se asomaron al camino. Su silueta era extraña. Llevaba algo a cuestas.

No era diferente a los otros guardianes que custodiaban la cosecha. Túnica raída, pelo largo, un pájaro negro sobre un hombro… Era un espanta… hombres, y estaba vivo.

¡No! Era una víctima. Si hubieseis visto como cargaba la pesada cruz de metal sobre su espalda lo habríais entendido al instante. Pero da igual, porque lo sucedió después lo aclara todo.

Habían sucedido tantas cosas en tan poco tiempo que había olvidado lo que más temía. La puerta de la pequeña casa de mi amigo se abrió y vi como el espanta… aquel pobre desgraciado que me observaba se estremecía.

Del interior de la vivienda salía una luz amarillenta. Sentí un miedo atroz cuando me di cuenta de que había una silueta negra parada en el marco de la puerta, observándonos. La luz proyecta su inmensa sombra casi a la altura de nuestros pies; después la silueta abrió los brazos, y su sombra hizo lo mismo. Parecía poder cubrir el mundo entero.

Ahí estaba el demonio, creedme. En los libros lo representaban con cuernos afilados y una larga cola, pero no tenía nada de eso. No obstante, me resultaba mucho más aterrador, porque ese demonio sí podía hacerme daño.

¡El papá de Hormiga era un demonio despiadado! Y lo peor de todo es que era de carne y hueso. No tenía que buscarlo en las páginas de ningún libro, pues llevaba años viviendo frente a mí, a una distancia que me pareció más corta que nunca.

Caminaba hacia nosotros con un paso tan tranquilo que nadie hubiese dicho que su objetivo era darnos caza. Supongo que estaba fingiendo, como lo hizo durante tantos años, como un león que espera paciente el momento en el que su presa se encuentra vulnerable para atacar —JA, JA, JA—. No es divertido, pero no puedo evitar reírme de lo ingenuo que había sido.

Algo en mí se encendió. Ira. Agarré a la chica decidido a sacarla de allí, pero cuando vi la verja que nos cortaba el paso entendí por qué el demonio caminaba tan despacio. Ella jamás podría saltarla en aquel estado tan lamentable. ¡Y a pesar de todo no podía rendirme! Agarré la escopeta y disparé contra la cerradura. El estruendo fue tan grande que me ensordeció por un momento. Pero estaba hecho, la cerradura estaba rota y la verja estaba abierta. Podía escapar. Así que me disponía a salir de allí cuando descubrí que el padre de Hormiga corría hacia nosotros, como un auténtico lunático.

Todo estaba perdido, era imposible correr más rápido que él con la chiquilla a cuestas, acabaría por alcanzarnos. Entonces, el graznido de un cuervo me hizo recordar que no estábamos solos. El padre de mi amigo también debió notarlo porque de repente detuvo su carrera. Dirigió su mirada al maizal y dijo:

—Así que no estabas muerta todavía eh, zorra. —Con una frialdad más aterradora que cualquier sonido que viniese de uno de sus espantapájaros.

Entonces cambió su rumbo. Solo me quedé el tiempo justo para verlo hurgar en el interior de sus pantalones y sacar un cuchillo de carnicero. No me quedé a ver el resto, pero los horribles chillidos de esa pobre mujer me indicaron que aquella fue otra mala decisión de las que os dije que tomé esa noche.

Si esto me hubiese sucedido ahora habría cogido mi escopeta para volarle los sesos a ese asesino hijo de puta. Pero para un chiquillo de dieciocho años, la sola idea de matar a alguien… espanta.
Corrí lo más rápido que pude teniendo en cuenta que tenía que tirar de la chica. El padre de mi amigo no tardaría en alcanzarnos. ¡Y lo habría hecho! De no ser porque mi padre había oído el disparo y había salido a ver lo que pasaba.

— ¡James! —Gritó.

Imagino que lo que el vio fue a mí, cargando a una chica medio muerta y, detrás de nosotros, una sombra cada vez más próxima que sostenía un cuchillo ensangrentado.

Mi padre corrió directo a enfrentar a mi perseguidor. El choque se produjo a medio camino entre en el campo de mi amigo y el mío. Aquel fue el lugar donde la sangre de mi padre se mezcló con la tierra. Vi su cuerpo caer desplomado tras recibir una puñalada en el cuello. Justo después, yo, a poquísimos metros de la puerta de mi casa me dejé caer también, desolado.

El asesino caminaba despacio; me limité a observarlo mientras la distancia entre nosotros se hacía cada vez más pequeña. Me había entregado por completo a la muerte cuando aquella chica, a la que se suponía que debía salvar, me arrancó la escopeta de las manos. Lo último que vi antes de cerrar los ojos fue a aquella pobre alma caminando hacia el asesino, armada con mi arma.

Entonces oí un disparo.

Cuando abrí los ojos aquella pesadilla había tocado su fin —si olvidamos el hecho de que el cuerpo de mi padre seguía allí, sin vida, tendido en un camino sombrío que no pertenecía a nadie.

Aquella misma tarde, me preocupaba un montón de cadáveres convertidos en espantapájaros por ese monstruo que acababa de ser detenido. Pero entonces me di cuenta de que la realidad era diferente a todo lo que había leído en mis libros de terror. 

El mal existe, pero se encuentra encerrado en personas que lo esconden tras una sonrisa. Mi padre fue víctima de una de esas personas.
  
La policía tardó horas en llegar. En cuanto lo hicieron, algunos agentes procedieron a hacerme unas preguntas. Ni siquiera pude contarles lo que había pasado.

La chica que me había salvado fue atendida por otros agentes hasta que llegó la ambulancia. No he vuelto a verla desde entonces, por lo que nunca he podido darles las gracias.

Sin embargo, la historia no acaba aquí. En cuanto me quedé solo corrí a ver el cuerpo de mi padre. A mitad de camino yacía el padre de Hormiga, con la cara reventada a causa del disparo. La escopeta estaba en el suelo, junto a su cuerpo inerte. La tomé instintivamente, antes de proseguir mi camino.

Creo que los agentes ya me habían descubierto. También creo que me gritaban cosas, pero yo no los escuché. En lugar de eso corrí lo más rápido que pude al encuentro de mi difunto padre, pero cuando llegué… ¡estaba vivo!

¿Cómo era posible que siguiese vivo? Agonizando en aquel suelo de nadie, retorciéndose de dolor, y ninguno de esos inútiles habían hecho nada para ayudarlo. ¡Ni siquiera se habían dado cuenta!

—James… —me dijo, pero le costó horrores pronunciar mi nombre.

Busqué sus ojos brillantes que, a esas alturas, ya estaban completamente idos. El pobre hombre moribundo intentaba desesperadamente alcanzar la escopeta que yo llevaba conmigo.Tuvo una muerte tan horrible…

Cuando comprendí lo que quería grité un rotundo “¡NO!”.

—Te pondrás bien, papá —le dije con la voz partía’.

—Jaamees —gimió —. P… p… por favor.

No sé si aquella fue una buena decisión, pero es la única de la que no me he arrepentido en todos esos años de prisión.

Cogí mi escopeta y me atreví a disparar. Tarde, pero me atreví. Le reventé la cabeza a mi propio padre delante del agente que vino a detenerme.

No me importa si me creéis o no. El juez no lo hizo. Al fin y al cabo, que un chico de dieciocho años reconozca ante un tribunal que disparó en el rostro del hombre que lo había cuidado hasta el final es algo que… ESPANTA.



—James Krueger, ¿verdad?

Asiento a una de las psicólogas.

—Yo te creo —me dice la chica que ha venido a evaluar mi cordura.

La miro con los ojos llorosos y me doy cuenta de que ella también está llorando. Esos ojos llorosos, ya los había visto antes. Pero de eso hace muchos, muchos años. Cuando todavía creía en los monstruos de los libros.


                                                                            
                                                                         

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